San Francisco de Sales, 400 años de su muerte


«El santo de la amabilidad», «doctor de la dulzura», «doctor de la devoción» o «doctor del Amor» son algunos de los términos que se han atribuido a san Francisco de Sales. Y es, por esta amabilidad y trato con las personas, por su aprecio hacia ellas y la paciencia a las diferentes opiniones que puedan tener, como fue nombrado patrón de los periodistas y de los escritores católicos.

Tal como lo describe el Martirologio romano, fue un «verdadero pastor de almas, hizo volver a la comunión católica muchos hermanos que se habían separado y con sus escritos enseñó a los cristianos la devoción y el Amor a Dios». De hecho, tal como explica en el Calendari-Directori de l’any litúrgic 2022, el santo rezaba para tener «una piedad dulce, suave, agradable, plácida; en una palabra una piedad sincera y que se haga para querer primeramente a Dios y después a los hombres».

Y, aunque fue un santo paciente y amable, para él supuso un camino de lucha que tuvo que recorrer durante 19 años. San Francisco no disfrutaba de un buen carácter, de hecho, era bastante airado, especialmente si se tiene en cuenta el contexto histórico en el que se encontraba, de la reforma calvinista. Aun así, a lo largo de su vida trabajó para pulir su carácter y acabar convirtiéndose, pues, con un santo destacado por su buen carácter y trato.

Historia: ¿quién fue san Francisco de Sales?

Francisco de Sales nació en el seno de una familia numerosa. De joven tenía propensión a la ansiedad y a la impaciencia, defectos que, con una gran fuerza de voluntad, consiguió superar poco a poco, hasta convertirse, ya de grande, en un modelo de hombre paciente, equilibrado y comprensivo, pero al mismo tiempo enérgico y decidido.

Antes de ser sacerdote, pasó por diferentes crisis espirituales, especialmente cuando estudiaba Humanidades en París, en 1586. Las crisis venían, principalmente, de la tentación de desesperación, provocada por la duda sobre su predestinación a la salvación o a la condenación eternas, que consigue de superar, a nivel existencial, por la recitación convencida de la célebre plegaria a la Virgen María:

Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana. No deseches mis humildes súplicas, oh Madre del Verbo divino, antes bien, escúchalas y acógelas benignamente. Amén.

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